El patio de la casa donde vivía mi abuelo Guillermo en calle Sergio Ceppi, en La Cisterna, no era muy grande. Aun así, tenía un añoso parrón, varias plantas y un quiltro chico que, amo y señor del espacio, corría de lado a lado.
Encaramado en ese parrón, recuerdo haber descubierto el gusto por la lectura no obligada, aquella que uno elige y disfruta sin apuro, muchas veces esperando que el libro no termine nunca. Ese título fue “Ivanhoe”, la novela histórica que Walter Scott ambientó en la Inglaterra medieval.
Aprovechando el tibio sol otoñal de 1981, me sentaba durante el fin de semana en el último peldaño de una vieja escalera afirmada en los pilares del parrón. Desde ahí dominaba todo el patio y leía, viviendo las desventuras de Wilfredo de Ivanhoe, un noble sajón que cae en desgracia ante su padre, Sir Cedric, en medio de las rivalidades entre sajones y normandos.
A través de sus páginas, y con 12 años, recorrí los días posteriores a la Tercera Cruzada y el infructuoso intento de los caballeros europeos por recuperar Jerusalén, tuve la primera noción sobre la existencia de los Caballeros Templarios, aprendí sobre la intrincada historia inglesa y soñé con el amor sufrido, pero triunfante, de Ivanhoe y Lady Rowena. A fin de cuentas, Walter Scott era un escritor romántico.
En ese tiempo, yo cursaba mi primer año como alumno interno en el INBA y esperaba el fin de semana que me tocaba donde mi abuelo, cuando no viajaba a mi casa en San Vicente, para apropiarme de la escalera del parrón y ocupar mi lugar favorito de lectura.
Hace unos días, buscando libros en la web, encontré una edición digital de “Ivanhoe”. La descargué con dudas, confieso, porque hasta ahora tenía cierto prejuicio hacia la lectura en pantalla. Como partidario del “libro físico”, pensaba que a través de la fría pantalla de un tablet era imposible lograr la experiencia lectora que resulta del acto de tomar un libro, auscultar su forma material y sentir el roce de sus hojas en la medida que avanzamos en la historia que nos cuenta.
A pesar de eso, comencé a releer “Ivanhoe” en digital y confirmé que, en esta forma de lectura, parte de lo que yo consideraba como experiencia efectivamente no está. Sin embargo, descubrí que lo más importante de la lectura permanece intacto: la capacidad que nos da para viajar a otros tiempos y mundos, la posibilidad de soñar, de evocar y conectarnos interiormente con aquellos recuerdos que nos hacen felices. O que nos duelen.
Mientras comenzaba a leer, me vi de nuevo siendo niño, sentado arriba del parrón, con un libro en la mano. Desde el patio, con la sonrisa que le era característica, mi abuelo Guillermo agitaba su mano a manera de saludo. Pero no lo era, al menos no del todo, ya que esa era su forma de desafiarme a una partida de ajedrez.